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jueves, septiembre 18, 2008

SUCESOS DE UN FUTURO INCIERTO? -- EL HOLANDES ERRANTE -- WARD MOORE

SUCESOS DE UN FUTURO INCIERTO? -- EL HOLANDES ERRANTE -- WARD MOORE
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EL HOLANDÉS ERRANTE
Ward Moore
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Mientras el minutero del reloj de pared rebasaba suavemente la manecilla de las horas,
todavía enhiesta, el calendario automático, situado bajo la esfera, se estremeció
bruscamente y al número diez le sucedió el once.
Salvo aquel ligero espasmo, tal vez atribuible a un imperfecto funcionamiento del
mecanismo, las plaquitas en que estaban inscritos los signos «noviembre» y «1998»
permanecieron inmóviles. En la sala de control, dotada de aire acondicionado, un
termómetro situado junto a la puerta señalaba invariablemente una temperatura de 68º
Farenheit.
No había nadie en la sala de control para observar el reloj, el calendario, el termómetro,
la pantalla de radar o cualquiera de los diversos indicadores instalados en las paredes o
en las mesas. Aún suponiendo la presencia de empleados o intrusos, no les hubiera
sido posible leer señal alguna ya que la oscuridad era completa. No sólo estaban
apagadas las luces de la sala; tupidos cortinajes las protegían contra los traicioneros
rayos de la luna que eventualmente pudieran reflejarse en las superficies pulimentadas.
La ausencia de luz y de personal técnico no alteraba el trabajo de los prodigiosos
aparatos del aeropuerto, pues habían sido diseñados para funcionar automáticamente
con una inteligencia casi humana y con una precisión que sobrepasaba a la del hombre
en cualquier emergencia, excepto en los casos de un ataque directo del enemigo o de
un tiro cercano que averiara no sólo los instrumentos sino también los aparatos de
reparación y ajuste.
Cuando el sonar y el radar captaron el sonido y la imagen de una aeronave que se
aproximaba por el norte, instantánea y correctamente fue identificada como amiga; en
efecto, era un RB-87 que regresaba a su base. La información fue transferida a las
baterías antiaéreas, a la oficina de información, situada a treinta millas de distancia; a
los tabuladores que registraban el curso de los bombarderos, al control de combustible
oculto a gran profundidad y al depósito de municiones, protegido por capas y más
capas de cemento y plomo.
No existía balizaje automático en el aeropuerto, por supuesto, pero esto no significaba
inconveniente alguno para el poderoso bombardero de ocho motores, ya que no
dependía de percepciones y reacciones humanas sino de un cálculo matemático
totalmente ajustado a su plan de vuelo, sensible a la más sutil variación atmosférica, a
la configuración del terreno, e incluso a una repentina imperfección de su propio
mecanismo. Durante el vuelo, segundo tras segundo, estos instrumentos calculaban,
compensaban y mantenían a la aeronave en la ruta prevista.
El RB-87, ajustado a la velocidad y dirección del viento, así como a cierto número de
factores, apuntó la proa hacia la pista de cemento de dos millas de longitud y se deslizó
suavemente sobre ella, hasta el final, para detenerse finalmente con las hélices girando
en punto muerto entre dos trazos de pintura: el lugar exacto que indicaban los cálculos
que regían su navegación.
Mientras se detenían los motores y las hélices giraban cada vez con mayor lentitud, los
complejos servicios de la base aérea comenzaron a funcionar, al detectar los
instrumentos de la oscura sala de control la invisible imagen del bombardero que
regresaba. Del depósito de combustible serpenteó una manguera aparentemente
interminable, atravesando el campo; al acercarse al bombardero, sus movimientos
reptantes se hicieron más pronunciados cuando, guiada por impulsos electrónicos alzó
la cabeza y trepó por un costado del aparato, buscando a ciegas los vacíos tanques de
gasolina. Un diminuto receptor le respondió al mensaje de un transmisor también
minúsculo; saltó el tapón y el cuello de la manga se introdujo en la abertura. Este
contacto actuó en las profundidades del depósito de combustible; comenzaron a
funcionar las bombas y la larga manguera se puso rígida al pasar la gasolina por su
interior. A muchos kilómetros de distancia comenzaron a trabajar las bombas,
impulsando su carga a través de los oleoductos. Toda la maquinaria de una refinería se
puso en movimiento para elaborar petróleo en crudo y enviarlo transformado en
gasolina de alto octanaje. A medio continente de distancia, se elevaba desde las
profundidades de un pozo de materia prima que iría a parar al interior de un depósito
vacío.
La manguera de gasolina, pieza fundamental, era el aparato más simple de la sala de
control. Llenos ya los tanques, el tapón del depósito en su sitio y la manguera enrollada
en su horquilla, hicieron su aparición las maquinarias más complejas. La manguera de
engrase se desplazaba de un motor a otro, los cuales vomitaban finas capas de aceite
negro quemado, luego reemplazadas por lubricantes de un color verde-dorado, fresco y
viscoso. El dispositivo mecánico de engrase, un increíble pulpo sobre ruedas, circulaba
por el campo aplicando sus tentáculos a las innumerables junturas que requerían sus
servicios. Al otro lado del campo, los dispositivos automáticos de carga transportaban
su precioso equipo en lenta procesión. Iban al encuentro del bombardero y constituían
también mecanismos complejos y sutiles, guiados por delicados artificios, que
colocaban suave y cuidadosamente las valiosas bombas en las cavidades de la nave.
Aguardaban pacientemente su turno, dispuestos y regulados contra toda posible
colisión. Al igual que los aparatos de control de combustible, también eran el resultado
de la labor de muchos servomecanismos; galerías subterráneas despachaban a gran
profundidad el material de repuesto por medio de tubos neumáticos, que se introducían
bajo la superficie de la tierra a varios kilómetros de profundidad.
Los poderosos motores se enfriaron. La veleta - una especie de cono de lona -, en lo
alto de la torre del aeropuerto, se movió ligeramente. En la oscura sala de control, el
reloj marcaba las 3:58. Débiles partículas de polvo se filtraron subrepticiamente a través
de las rendijas de las ventanas y un pequeño trozo de cemento, desprendido por el
viento, cayó al suelo. A unos cuantos kilómetros de distancia, una hilera de árboles
secos y resquebrajados rehusaban ásperamente, con fúnebre tozudez, a doblegarse lo
más mínimo ante las duras acometidas del viento.
Exactamente a las 4:50, un impulso eléctrico procedente de la sala de control, según
normas predeterminadas, puso en marcha los motores del avión. Hubo un momento en
el que falló el motor número siete, pero pronto recuperó el ritmo habitual. Durante un
largo intervalo, los motores se calentaron. La aeronave emprendió la marcha con
aparente impremeditación, pero en el exacto instante previsto.
La pista se extendía a gran distancia. Pese a ganar velocidad, parecía como si el avión
se mantuviera pegado a ella, reacio a dejar tierra. Después de un ligero balanceo, se
abrió al fin un espacio entre las ruedas y el cemento, que se agrandó con rapidez. El
aparato se elevó a gran altura, sobrepasando por un amplio margen la red de cables de
alta tensión que se extendía más allá del aeropuerto. Ya en el aire pareció vacilar un
momento, mientras los instrumentos medían y calibraban, pero no tardó en enfilar la
proa hacia el norte, surcando con decisión el firmamento.
Volaba a enorme altura, por encima de las nubes, por encima de la sutil capa de aire
oxigenado. Los motores palpitaban uniformemente, excepto el número siete, en el que
de vez en cuando se percibían desfallecimientos y vacilaciones. Los expertos
instrumentos del bombardero guiaban y comprobaban constantemente su vuelo,
manteniéndolo en ruta hacia el objetivo a una altura fuera de posibles interferencias.
La pálida luz del amanecer hirió los contornos del avión sin resultado. La pintura
pardusca del camuflaje no producía reflejos, pero aquí y allá aparecían ligeros
rasguños, dejando al descubierto el brillante y traicionero aluminio. A medida que la luz
se intensificaba, se hizo patente que tales desperfectos no eran sino pequeños signos
de la debilidad del gran bombardero. Un golpe aquí, una abolladura allá, un cable
deshilachado, una ligera erosión, señales que evidenciaban malos tratos, ominosas
limitaciones. Sólo los instrumentos y los motores eran perfectos, aunque incluso éstos,
considerando las alteraciones del número siete, no parecían destinados a durar
indefinidamente.
Rumbo norte, rumbo norte, rumbo norte. El blanco había sido fijado, años atrás, por
hombres maduros de rostro inexpresivo. La ruta fue establecida por hombres más
jóvenes, con cigarrillos entre los labios, y los instrumentos esenciales fueron instalados
por otros hombres todavía más jóvenes, envueltos en guardapolvos y mascando chicle.
El blanco no era originalmente objetivo exclusivo del «Holandés Errante» - nombre que
un mecánico jovial pintó años atrás en el fuselaje de la aeronave -, sino que estaba a
cargo de un escuadrón completo de aviones del modelo RB-87, pues constituía un
importante centro industrial, una parte esencial para el poder militar del enemigo cuya
destrucción era necesaria.
Los hombres maduros que habían decidido el plan estratégico conocían muy bien la
naturaleza de la guerra que estaban afrontando. Todo se había preparado
cuidadosamente, teniendo en cuenta las posibles eventualidades. Planes de todas
clases, cuantas alternativas eran posibles, se habían planificado con el mayor celo. Se
daba por descontado que aquella capital y las ciudades más importantes serían
destruidas casi de inmediato, pero los autores del plan habían ido mucho más allá de la
simple descentralización. En las guerras precedentes, las operaciones finales
dependían de los humanos, cuyo carácter frágil y falible conocían muy bien los
estrategas. Pensaban con disgusto en la inutilidad de los soldados y mecánicos cuando
se les somete a bombardeos ininterrumpidos o sufren los efectos de las armas químicas
o biológicas, en los civiles refugiados en los más profundos rincones de las cavernas y
minas subterráneas, con la voluntad anulada para la lucha e implorando servilmente el
retorno de la paz. Los estrategas habían luchado ardorosamente contra este factor de
incertidumbre. Organizaron una guerra no sólo completamente automatizada, sino
además en la que botones y más botones actuasen en una cadena sin fin. La población
civil podría encorvarse y temblar, pero la guerra no se detendría hasta alcanzar la
victoria.
El «Holandés Errante» avanzaba velozmente hacia un blanco familiar servido y
reforzado por una intrincada red de instrumentos, dispositivos, factorías, generadores,
cables subterráneos y recursos básicos, todos ellos casi envidiables e inexpugnables,
capaces de funcionar hasta el agotamiento, que no llegaría, gracias a su perfección,
hasta dentro de cien años. El «Holandés Errante» volaba hacia el norte, una creación
del hombre que ya no dependía de su autor.
Volaba hacia la ciudad que, largo tiempo atrás, había quedado convertida en pequeños
cascos pulverizados. Volaba hacia las distantes pilas de baterías antiaéreas, donde los
pocos cañones que todavía quedaban indemnes lo localizarían con sus pantallas de
radar, apuntando y disparando automáticamente, para atraerlo al destino que sufrieron
otros aviones a su imagen y semejanza. El «Holandés Errante» volaba hacia el país del
enemigo, un país cuyos ejércitos habían sido aniquilados y cuyo pueblo había perecido.
Volaba a tal altura que, desde un punto muy inferior al de sus extendidas alas y
potentes motores, la superficie de la Tierra quedaba limitada por una gran línea curva.
La Tierra, un planeta muerto en el cual hacía ya tiempo, mucho tiempo, que no alentaba
ningún ser viviente.
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FIN

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