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martes, noviembre 18, 2008

EL CASO DELCADÁVER QUE DESAPARECE -- Erle Stanley Gardner


EL CASO DELCADÁVER QUE DESAPARECE -- Erle Stanley Gardner



Había una connotación claramente felina en la habilidad con que Sidney Zoom rondaba por los sitios oscuros. Tenía unos movimientos tan silenciosos como los de un gato de aterciopeladas garras, y sus ojos poseían esa extraña capacidad de adaptación que les permitía ver en la oscuridad.
Es más, le gustaban los misterios de las oscuras calles laterales de los muelles desiertos.
Micky O'Hara, el agente que tenía asignado el sector portuario que abarcaba desde el muelle 44 al 59, había llegado a acostumbrarse a la alta forma que aparecía misteriosamente desde la oscuridad, cruzaba en silencio manchas iluminadas y desaparecía en lóbregos montones de sombra. Siempre aquella figura iba acompañada por un atento perro policía que caminaba fielmente al costado de su dueño, con las orejas, los ojos y la nariz agudamente abiertos a las actividades de la noche.
Al estar el yate de Sidney Zoom fondeado al pie del muelle 47, perro y amo no podían dormir sin un paseo a medianoche por los sitios oscuros.
Hacía ya mucho tiempo que el agente O'Hara había renunciado a tratar de charlar con aquella altiva figura. La extraña personalidad de Zoom reflejaba una adustez que era un muro de defensa contra avances amistosos. Sólo su secretaria, Vera Thurmond, con su instinto femenino, se había dado cuenta de que aquel muro era un gran anhelo, una soledad de alma que clamaba por una compañía que la personalidad rechazaba.
Para el mundo, Sidney Zoom era un misterio, un hombre extraño que iba y venía, que prestaba ayuda en los infortunios, pero que detestaba la debilidad.
Aquella noche de verano, la oscuridad tenía una textura de terciopelo, una cálida comezón de aventura insinuada. El agente O'Hara patrullaba por un solitario sector con una sensación de bienestar físico, pero con cierta inquietud en su interior. A cien metros por delante de él, la oscuridad de una alameda de tinglados parecía moverse con negra vida. El agente se detuvo en seco. La oscuridad susurraba movimientos silenciosos.
El agente se deslizó hacia las paredes del edificio de los tinglados y empezó a caminar rápido, sin hacer ruido.
Cuando hubo recorrido unos treinta metros, vio una figura erguida que salía de la mancha de sombra. Al lado de aquella figura, caminando junto a ella paso a paso, se apreciaba la figura de un perro policía, bien musculado, con tendones de acero. La mano del agente O'Hara se apartó de su cadera. Suspiró.
No servía de nada abordar a Sidney Zoom o dirigirle un saludo.
El perro policía movió la cabeza describiendo un semicírculo, escuchando con atención, y gruñó. Luego, cuando la caliente brisa de la noche llevó el olor del agente O'Hara a las ventanillas de la nariz del perro, el gutural ronquido cesó, y el perro imprimió a su cola un breve bamboleo.
Era todo lo que podía hacer a guisa de saludo amistoso, y nada más. El perro reflejaba la personalidad del amo. Sidney Zoom ni siquiera miró a su alrededor, sino que cruzó la alumbrada acera hasta la alameda siguiente, que se abría entre los edificios portuarios y los abarrotados tinglados, y desapareció, tragado por las sombras.
A veces el agente O'Hara patrullaba por aquellas alamedas de tinglados. En tales ocasiones, sacaba su linterna y enviaba su luz a cortar la espesa oscuridad; porque aquellos pasajes sombríos eran como el interior de un bolsillo, en uno de cuyos extremos la calle alumbrada se mostraba como un rectángulo dorado y al otro extremo el lento golpeteo de las aguas formaba un ruido de incesante misterio.
Pero Sidney Zoom se abría camino en la oscuridad con el aplomo de pies bien asentados, una sombra dentro de las sombras, un trozo de oscuridad en movimiento contra el negro grupo de la noche.
El agente O'Hara casi había llegado a la boca de la alameda por la misma zona por la que Zoom y su perro habían desaparecido, cuando oyó un grito repentino y el golpeteo de unos pies que corrían rápidamente. Retrocedió, se apretó contra la pared de uno de los tinglados, empuñó su porra de servicio y se aseguró de que el revólver estaba en la funda, al alcance de su mano.
Desde la boca de la alameda, emergiendo de la oscuridad a la luz de la calle, llegaba una rápida figura. Corría con la suelta agilidad de un corzo sorprendido.
El agente O'Hara dio un salto adelante.
—¡Alto! —gritó.
El corredor lanzó una mirada de susto, pero luego salió disparado. O'Hara trató de alcanzarlo.
Suspiró al comprender la inutilidad de sus esfuerzos. Puesto que en él predominaban la fuerza y el peso, no estaba muy dotado para la carrera, y menos contra la esbelta figura que se deslizaba sobre el pavimento como un animal salvaje.
O'Hara sacó su ostentosa arma de acero y se dispuso a lanzar un disparo al aire. Si no bastaba con eso...
Se produjo un torbellino de movimiento detrás de él.
La noche repitió un suave golpeteo de pasos que seguían. El perro policía pasó junto a él como un rayo de luz.
El agente O'Hara bajó su arma y disminuyó la velocidad.
Pudo oír el rumor de acolchados pies sobre el pavimento, de garras que arañaban el asfalto y luego la figura del que corría lanzó una frenética mirada de alarma y otro grito.
El perro policía saltó por el aire como un muelle de acero. Su costado chocó contra la espalda de la figura que corría, y la fuerza del impacto hizo tambalear al corredor, que perdió el equilibrio.
Un retumbo, y el hombre estaba tendido en el suelo.
El perro se quedó en pie sobre él, esparrancadas las patas, con un sordo gruñido saliéndole de la garganta. Pero tenía tiesas las orejas, alerta e interesado.
Hubo otro rumor de movimiento.
Por segunda vez un cuerpo elástico pasó lanzado junto al agente O'Hara. Esta vez era Sidney Zoom, corriendo con facilidad.
—¡Cuidado! ¡Puede tener un arma! —jadeó el agente.
Pero Sidney Zoom no hizo el menor caso de la advertencia.
Corrió hasta la figura derribada e hizo un ademán con la mano. El perro, obedeciendo aquel ademán, retrocedió.
—Levántese —dijo Sidney Zoom.
En aquel momento llegó el agente O'Hara.
—¿Qué... qué... es lo que pasa? —preguntó jadeando penosamente después de la carrera.
Pero la pregunta quedó sin contestar. La figura rodó sobre un costado. Apoyó la cabeza en un brazo, como si se tratase de una almohada, y empezó a sollozar.
—¡Vaya un tipo! —comentó O'Hara, mirando despreciativamente la esbelta forma que era un montón de oscuridad sobre la acera y que se convulsionaba con los sollozos—. ¡Levántese!
Alargó una mano hacia el cuello de la chaqueta.
El panzudo peso del agente, que le había imposibilitado la carrera, ahora le otorgaba ventaja. Igual que una grúa de acero levanta un peso, el fuerte brazo del policía izó la esbelta figura hasta ponerla en pie y llevarla a la luz.
—¡Caracoles! —exclamó el agente cuando la gorra cayó de la cabeza del desconocido y una catarata de cabellos dorados se derramó sobre los hombros—. ¡Es una mujer... una muchachita!
La sorpresa lo dejó mudo.
Iba vestida con ropas de hombre, un poco grandes para ella. Tenía los ojos oscurecidos por el terror; los labios, pálidos; las mejillas, de tiza. Era joven y sin embargo mostraba un aire de confianza en sí misma a pesar del blanco terror que la atenazaba.
El agente O'Hara tenía en su fuero interno una vena paternal, pero los años de ronda por las calles como agente de servicio le habían embotado la compasión.
—¡Bueno, señorita—gruñó—, desembuche!
Pero la muchacha sacudió la cabeza. A pesar de su miedo, había cierta resolución en aquel movimiento de cabeza.
—¿Quién es usted?
Otra sacudida de la cabeza.
—¿Qué estaba haciendo aquí?
Silencio.
—¿Por qué corría?
Nuevo silencio.
El agente O'Hara sacó unas esposas. La luz de la calle arrancó destellos del acero niquelado.
—Voy a ponerle las esposas y a llamar al coche patrulla.
Aquella amenaza siempre había sido más que suficiente para romper el silencio de cualquier mujer. Pero en este caso, la amenaza no surtió efecto. La muchacha permanecía erguida, en silencio, sin quejarse. Aún se apreciaba el miedo en sus ojos, pero apretaba los labios con decisión.
—Quizá —propuso Sidney Zoom— convenga que volvamos al muelle para ver lo que estaba haciendo.
Era la primera vez que había hablado. Su voz tenía un timbre peculiar, algo de la misma calidad que hace que la sangre se hiele al escuchar el golpeteo de un tam-tam o el redoble de un tambor africano cuando se desliza a través de la oscuridad de la selva.
El agente O'Hara extendió sus grandes manos para palpar las ropas de la muchacha con segura pericia. Ella se retorció al primer contacto, luego se quedó quieta. Tampoco se movió cuando el agente dio una explicación y hundió su mano en el bolsillo interior de la chaqueta. Sacó un revólver de cachas de nácar, de cañón corto, niquelado.
Lo abrió.
Los cartuchos de bronce se mostraron como oscuros círculos de color cobrizo, y dos de aquellos cartuchos mostraban la señal del percutor. Los otros cuatro estaban sin disparar.
El agente O'Hara olió el cañón del arma.
—Disparado hace poco, no más de una hora —dijo, y lanzó una mirada llameante de acusación a la muchacha—. Este hecho —añadió, casi con pena— es grave.
La muchacha no dijo nada.
Él colocó una de las esposas alrededor de la muñeca derecha de la joven, que no opuso resistencia, y la condujo de vuelta al muelle de donde había salido corriendo. Su linterna hacía brillar un blando haz de luz entre pilas de cajas, montones de mercancía y hacinamientos de chatarra, o iba a perderse en la oscuridad donde la bahía se tragaba el haz de luz. Sidney Zoom despreció un método tan laborioso. Buscó la mirada del perro policía.
—Busca, Rip —dijo.
El perro dio un salto adelante, con la nariz pegada a los ásperos tablones, lanzando un audible resoplido mientras buscaba corriendo en círculos. Halló el rastro, lo siguió, a veces se apartaba a un lado y a otro para comenzar de nuevo.
La muchacha dio un tirón hacia atrás hasta que el acero le mordió la muñeca.
El agente O'Hara alzó su linterna. El perro lanzó un único y rápido ladrido, luego se quedó aplomado, esparrancadas las patas delanteras, con los ojos reluciendo verdosamente a la luz reflejada de la linterna.
Entre aquellas garras delanteras había un pequeño objeto negro, un bolso de mano de redecilla metálica laqueada de negro.
El agente O'Hara se agachó y lo recogió.
Las garras del perro brillaron a la luz al acercarse el agente. Zoom lanzó una orden... El perro retrocedió, movió la cola y se sentó.
O'Hara enarboló el bolso.
—¿Es suyo? —le preguntó a la muchacha.
Ella no contestó. El agente abrió el bolso. Entregó su linterna a Sidney Zoom, quien enfocó el rayo de luz sobre el interior del bolso.
Había una polvera, un pañuelo, un lápiz de labios con cajita de metal y una caja de cartón para cartuchos, sobre la cual había una etiqueta verde que llevaba el nombre de un fabricante muy conocido de municiones.
El agente sacó la caja del bolso. Era pesada. La sacudió; luego retiró la tapa.
Estaba casi llena de cartuchos. El resto había sido rellenado con algodón. El agente retiró el algodón y a continuación jadeó.
Su contenido aliento era una exclamación. Los ojos se le salían de las órbitas por efecto de la sorpresa.
La luz de la linterna parecía haberse multiplicado un millar de veces, para luego hendirse en rayos de un fuego blanco y purpúreo que se expandía como un aprisionado despliegue de luces boreales.
—¡Un brillante! —exclamó.
La piedra era blanca, pulimentada, estaba llena de fuego frío, y era tan grande, que se explicaba que el agente hubiese lanzado aquella exclamación.
Se volvió acusadoramente hacia la muchacha. Ella se encogió de hombros.
—El Diamante de la Muerte —dijo, como quien no quiere la cosa, como alguien podría mencionar el título de un libro, y luego volvió a quedarse callada.
El detective especial Sam Frankly llegó a la escena veinte minutos después de que el agente O'Hara hubiese llamado por teléfono. Examinó el muelle, el bolso, el brillante y a la detenida.
El relato de Zoom era simple. Había visto a la figura saltar desde las oscuras sombras y arrojar algo en dirección al agua. Aquel algo había rebotado en los tablones del suelo del muelle. Luego la figura había pasado corriendo junto a él.
Sabiendo que el agente O'Hara venía por la calle, y pensando que la figura que corría iría a caerle directamente en los brazos, Sidney Zoom no se había lanzado inmediatamente a la caza ni había soltado a su perro policía. Sólo cuando vio que el corredor tomaba otro camino y que O'Hara estaba a punto de disparar, permitió que el perro saltara y capturase al fugitivo. Acto seguido, Zoom había corrido rápidamente tras el perro para estar en un sitio desde donde poder controlarlo. Durante todo este tiempo, había creído que el fugitivo era un hombre.
El detective escuchaba con furiosa perplejidad.
La muchacha no quería decir absolutamente nada. Al parecer, había tratado de arrojar el bolso con la caja de cartuchos y el brillante a las negras aguas de la bahía. Allí se habría hundido y nunca habría podido ser recuperado. Había fallado por cuestión de centímetros. El bolso de malla estaba a menos de medio metro del agua cuando el perro lo encontró.
La muchacha se negó a dar su nombre y dirección, al igual que se negó a explicar el porqué de su presencia. El detective Frankly la metió en su coche y la llevó al cuartel general. Iba seguida de cerca por Sidney Zoom, quien guardaba una estrecha relación con la mayor parte de los jefes del departamento de policía.
Un examen llevado a cabo por una agente reveló que la muchacha había conservado la ropa interior propia de su sexo bajo su disfraz masculino. Esa ropa interior había sido hecha a medida. La policía averiguó el nombre del confeccionista por una etiqueta cosida en el borde, lo sacó de la cama y se enteró de que la muchacha era probablemente Mildred Kroom, sobrina de Harrison Stanwood, un excéntrico coleccionista que residía en el elegante distrito de la zona occidental.
Como aquello no se le comunicó a la muchacha, ella estaba segura de que continuaba su incógnito, y siguió manteniendo silencio.
Zoom había resuelto varios misterios para la policía. Tenía amistad con los jefes ejecutivos, y sabía hasta dónde un ciudadano cualquiera puede entrar en relación con las actividades de la policía. De aquí que el teniente Sylvester decidiera trasladarse a la casa de Stanwood con Zoom en el coche de este último y que dejase que los detectives fueran en el coche de la policía.
Llegaron casi al mismo tiempo.
Los hombres no quisieron correr ningún riesgo. Dos de ellos se lanzaron entre las sombras hasta la parte trasera de la casa antes de que los otros dos detectives subieran al porche delantero y apretaran el botón del timbre.
El interior de la casa retembló con la llamada del timbre durante muchos minutos antes de que un rumor de agitación contestase desde un piso de arriba. Luego oyeron el arrastrar de unos pies con babuchas en la escalera, y un criado japonés vestido con albornoz blanco de seda y ojos hinchados por el sueño preguntó quién tocaba el timbre.
Satisfecho con la respuesta de que era la policía, abrió la puerta, y los hombres entraron en un vestíbulo y, a través de él, en una biblioteca.
El teniente Sylvester se hizo cargo del interrogatorio.
—¿Vive aquí Mildred Kroom?
—Sí —respondió el japonés.
—Dígale que queremos hablar con ella.
—Está durmiendo.
—Muy bien. Subiremos nosotros. Díganos cuál es su habitación.
El criado vaciló una fracción de segundo; luego, se encogió de hombros. Subió la escalera. Dos de los hombres le seguían.
Pudo oírse el sonido de una llamada amortiguada, repetida dos veces; a continuación, el chasquido de un picaporte. Unas voces entraron en la conversación. Acto seguido, una vez más, pasos en la escalera, seguidos por un arrastrar de zapatillas y una voz que histéricamente derramaba excitados comentarios.
Con ellos estaba un hombre en batín y pijama; el cabello revuelto le daba cierto aire de apasionada excitación. No necesitaba ser interrogado. Las palabras fluían de sus labios con la explosiva rapidez con que brotan las balas de una ametralladora.
Durante los pocos segundos que le bastaron para entrar en la biblioteca y sentarse, Sidney Zoom pudo obtener un relato más o menos completo del hombre.
Se llamaba Charles Wetler. Era secretario de Harrison Stanwood. Dijo que la muchacha, Mildred Kroom, sobrina de aquél, una muchacha más bien extravagante e impulsiva que había sido expulsada de la universidad, había venido a ayudar a su tío en un trabajo de investigación y había sido causa de considerable ansiedad. Había especulado en la Bolsa y sufrido grandes pérdidas. Pero era el único pariente de Harrison Stanwood y él la quería.
El teniente Sylvester informó a Zoom sobre lo que se había descubierto después de un rápido registro en la alcoba de la muchacha. Nadie había dormido en la cama. Las ropas estaban esparcidas por doquier. Los cajones de la escribanía los habían vaciado precipitadamente. Faltaba la muchacha. Parecía más probable que nunca que la muchacha que había hecho tan misteriosa aparición en la oscura alameda entre los tinglados era Mildred Kroom, pero lo que estuvo haciendo allí era una pregunta sin respuesta. Los agentes procedieron a un rápido control de los demás ocupantes de la casa. Estaban el criado japonés, Hashinto Shinahara, un ayudante, Oscar Rabb, y Philip Buntler, un viejo amigo. Harrison Stanwood era coleccionista de gemas raras, de cuadros y de curiosidades. Escribía artículos de vez en cuando. Los artículos eran documentados y los escribía tras las investigaciones más exhaustivas.
El teniente ordenó que se levantasen los ocupantes de la casa.
Philip Buntler estaba completamente vestido. Sus grisáceos ojos aparecían preocupados y pensativos, pero no había en ellos señal ninguna de sueño. Dijo que había estado levantado, leyendo una obra interesante sobre alfarería rara.
Su mente parecía envuelta aún en el contenido del libro. Frunció el ceño cuando se enteró del motivo por el cual se le convocaba a la sala de estar. Su comentario sobre el comportamiento salvaje de la actual generación fue seco y duro.
Oscar Rabb era un hombre joven, nerviosamente alerta, atento, pero con una personalidad desvaída. Parecía un hombre de los que siempre dicen sí y que se muestra conforme con cualquier cosa.
El criado japonés mostraba los dientes a través de labios que sonreían y miraba a los visitantes con negros ojos que nada tenían de risueños.
Harrison Stanwood no contestaba a las llamadas que se hacían a la puerta de su dormitorio. El criado japonés dio la noticia. Los agentes subieron a investigar. Encontraron la alcoba vacía y sin ninguna señal de que hubiese sido ocupada aquella noche.
Las preguntas pusieron en claro el hecho de que Stanwood algunas veces trabajaba hasta muy tarde en su despacho, consultando libros y registrando datos. El despacho estaba en la planta baja, pero a corta distancia de la biblioteca.
Los hombres se trasladaron allí en apretado grupo. Parecía que algún pensamiento no expresado actuaba en ellos con un propósito común, dándole a la búsqueda un tinte de inminente desastre.
Charles Wetler, adelantándose rápidamente con zancadas nerviosas y convulsivas, fue el primero que intentó abrir la puerta del despacho. Estaba cerrada con llave.
—¡Oiga, señor Stanwood! —gritó.
Silencio.
—¿No hay un duplicado de la llave? —preguntó el teniente Sylvester. Los hombres se miraron unos a otros sin saber qué decir.
—Puede que la haya —dijo el japonés, sacándose una llave de un bolsillo.
El agente de policía lo miró con suspicaz aprobación un momento, luego metió la llave en la cerradura. La lengüeta giró. Se apiñaron, todos ansiosos por mirar más allá del umbral, luego retrocedieron.
La estancia mostraba que había habido considerable conmoción en ella. Había libros en el suelo, cajones sacados de las mesas. La caja de caudales estaba abierta, y papeles y otros objetos habían sido arrojados al fuego. Había un oscuro charco rojo de carácter desagradable en el centro de la mesa.
Reflejaba las luces como un empañado y rojo espejo. No había señal de Harrison Stanwood.
Philip Buntler soltó un gruñido, mirando con sus preocupados ojos la mancha roja encima de la mesa.
—Asesinato —dijo.
El teniente Sylvester se volvió hacia el grupo de hombres.
—Salgan —disparó— y permanezcan afuera. Los llamaremos conforme los vayamos necesitando. Joe, usted y Jerry ocúpense de que esos hombres no se separen. Llévenlos a la biblioteca y reténgalos allí. Pete, usted y Tom será mejor que vengan a ayudarme a poner en claro estas cosas.

Sidney Zoom regresó a la biblioteca. Caminaba de un lado a otro con largas y nerviosas zancadas. De vez en cuando encendía un cigarrillo e inhalaba intensamente. Tenía la cabeza inclinada hacia delante, y los ojos brillaban escrutadores, eran los ojos penetrantes de un halcón, negros puntitos en el centro de gránulos gemelos de hielo frío. Sin pestañear, tenía la mirada clavada en el suelo mientras caminaba por la habitación.
Los demás se apiñaban en un grupo, al parecer deseando la protección de la compañía humana que los preservase contra el negro misterio de la casa. De cuando en cuando, hablaban con voz baja y cautelosa. Los detectives escuchaban con atención todas las palabras, y aquel aire de escucha concentrada produjo efecto. La conversación se trocó en murmullo, luego se extinguió por completo.
Una puerta dio un golpetazo.
Resonaron pisadas en el corredor.
El teniente Sylvester entró con aire ceñudo en la habitación. Tenía los ojos oscuros y saltones. Habló airadamente:
—¡Bonito jaleo! —dijo—. Hay una nota escrita a máquina en aquella habitación. Amenazan a Stanwood con secuestrarlo si no paga veinte mil dólares. La nota afirma que será narcotizado y «quitado de en medio».
»Y está también el testamento, extendido arriba del todo, donde se pueda ver bien. Ese testamento deja la mitad de la fortuna a Mildred Kroom. La otra mitad va a sus servidores, con un legado para su querido amigo Philip Buntler.
»Eso hace que todos los que están aquí puedan ser beneficiarios, y les da a todos un motivo plausible. ¿Qué me dicen a eso, eh?
Los hombres se miraron, cada uno tratando de leer la expresión de los demás.
—¡Asesinado! —estalló Oscar Rabb.
—No puede probarse un asesinato a menos que se encuentre el cadáver —dijo Philip Buntler, hablando casi como en sueños—. Tienen que encontrar un corpus delicti.
El teniente Sylvester cruzó la habitación, puso su cara junto a la del científico y rezongó:
—¡Conque ésas tenemos!, ¿eh? Parece que se ha estado poniendo muy al día en la legislación sobre asesinatos.
Pero Buntler se quedó impertérrito. Asintió como quien no quiere la cosa.
—Da la casualidad que leí una novela de intriga hace unos días, y en ella se hablaba de ese asunto. Le pregunté al respecto a un amigo abogado por simple curiosidad. Me dijo que así era. Ningún cadáver, ningún asesinato, ninguna condena. Así es la ley.
El teniente Sylvester siguió con su aire amenazador.
—Pues bien, amigo mío, ese consejero es probable que lo envíe a usted a la silla eléctrica.
Buntler arrugó las cejas. Sus deslavados ojos parecieron ensancharse y conseguir algo así como una chispita.
—¿A mí?
La respuesta del teniente fue como el chasquido de un látigo:
—¡Sí, a usted!
El científico inquirió con tono suave, como si la acusación ni lo rozase siquiera:
—¿Es que ha encontrado usted el cadáver, entonces?
—¡No! —disparó el teniente—. Supongo que usted, como científico, conoce varios procedimientos para destruir y desintegrar un cadáver.
Buntler frunció la frente como si estuviera pensando.
—Sólo dos —dijo, luego añadió como si lo hubiera pensado mejor— que pudiesen ser prácticos.
Sylvester sacudió la cabeza.
—No —repuso—. Si lo hubiera hecho usted, sería lo bastante listo para guardarse de hacer afirmaciones tan sospechosas.
Se frotaba los nudillos mientras extendía las manos cruzadas adelante y atrás.
—Vamos a ver —dijo—, ¿alguno de ustedes ha oído hablar alguna vez de un gran brillante que tenía Stanwood? ¿Una piedra llamada el Diamante de la Muerte?
Philip Buntler asintió, un asentimiento que era una afirmación concreta.
—Ahora que pienso en ese asunto —dijo—, estoy convencido de que se está refiriendo al diamante bastante grande que vino de una de las tumbas que descubrí en una región del Amazonas. Esas tumbas se remontaban desde siglos y siglos a una raza perdida que parecía haber desaparecido de la Tierra. Las tumbas estaban cubiertas por la espesa vegetación de la jungla y fueron descubiertas por pura casualidad. Contenían las maldiciones de costumbre para impedir que los profanadores molestasen a los restos. Regalé el diamante a mi amigo Harrison. Indudablemente alguien de gustos más trágicos le ha puesto el nombre de Diamante de la Muerte.
El criado japonés saludó con la cabeza.
—Coche ido, señor —dijo.
—¿El coche de quién?
—Coche amo, señor.
—Un sedán, un Packard grande —explicó Wetler—. De color azul claro.
El japonés aprobó con la cabeza.
—Probablemente lo habrá utilizado la muchacha —comentó uno de los agentes.
El japonés sacudió la cabeza.
—No, señor. Muchacha tomar su coche. Coche Ford.
La frente de Sylvester se arrugó en oscuro ceño.
—¿Cómo lo sabe usted?
El japonés sonrió fatuamente.
—Coche ido, muchacha ida. Su coche. Ella debió de tomarlo, señor.
Pero había una sutil atmósfera de insinceridad en aquel hombre, lo que hizo que el teniente lo mirase furioso y rugiese:
—¡Usted sabe que ella cogió su coche! ¿Cómo lo sabe?
De nuevo el japonés sonrió fatuamente.
—Coche ido —contestó, y una máscara de impasibilidad oriental cayó sobre su rostro.
Los detectives registraron la casa, interrogaron a los ocupantes uno por uno y se reconocieron desconcertados. Eran las tres de la madrugada cuando decidieron concentrarse sobre la muchacha retenida en el cuartel general.
El teniente Sylvester regresó a su despacho y ordenó que le trajesen a la muchacha para interrogarla. Y a Sidney Zoom, como había sido testigo de la carrera de la muchacha, se le permitió estar presente en el interrogatorio.
Pero aquel interrogatorio fue tan inútil como los anteriores. La muchacha, lisa y llanamente, permaneció muda.
El policía bramó, halagó, amenazó. Los labios de la muchacha estaban sellados. Miraba con fijeza al frente, con los ojos inexpresivos.
Sonó el teléfono.
El teniente Sylvester miró el aparato frunciendo el ceño y no se dignó contestar. Estaba concentrado en la tarea de sacar la verdad de los labios de la muchacha.
Alguien llamó a la puerta, una llamada tímida, como pidiendo perdón. Un agente asomó la cabeza en el despacho.
—Perdone, teniente, pero hay un hombre al teléfono por algo relacionado con el asunto de Stanwood. Es importante.
El teniente Sylvester se inclinó hacia el teléfono y se pegó el auricular al oído.
—Sí, aquí el teniente Sylvester al habla. Sí... ¿Cómo...? ¿Está usted seguro...? ¿Dónde está usted ahora...? Usted lo conoce, ¿eh?... Espere ahí. Llegaré en siete minutos.
Con brusquedad volvió a dejar el auricular en la horquilla e hizo señas a un agente para que retirase a la muchacha de la habitación. Luego se volvió hacia Sidney Zoom.
—Venga, Zoom. Su coche está fuera dispuesto a ponerse en marcha. Quiero que me lleve al fondeadero de yates. El suyo está anclado allí, y usted conoce la zona. Hay un propietario de yate que acaba de llegar de un largo viaje, amigo de Stanwood.
»Dice que el sedán de Stanwood está aparcado junto a un tinglado, con las luces encendidas, y que el viejo Stanwood está muerto dentro del coche. Dice que tiene una daga en el pecho, y que las puertas del coche están cerradas con llave. Un asunto raro. Parece seguro. Conoce bien a Stanwood, ya que ha hecho para él varios cruceros. Zoom se hallaba de pie, con una mano en el picaporte.
—¿Quién es ese dueño de yate? —preguntó.
—Un individuo llamado Bowditch.
Zoom asintió con aprobación.
—Lo conozco bien; un hombre chapado a la antigua y buen marino.
Bajaron la escalera y salieron a la noche, que en aquel momento empezaba a quebrarse con el primer atisbo de amanecer. Zoom aceleró la marcha. Recorrieron las desiertas calles, pasaron cruces y llegaron zumbando a las proximidades del puerto.
—Llamó desde un teléfono del Club de Yates de la Bahía —dijo el teniente Sylvester—. ¿Sabe dónde se encuentra?
Zoom asintió, pisó el acelerador y giró el coche, al tiempo que frenaba y daba la vuelta a la esquina de un pasaje entre dos tinglados y se detuvo donde un edificio con aire de oficina bordeaba las oscuras aguas de la bahía.
Por oriente estaban empezando a subir rayos de luz.
Un hombre salió corriendo al encuentro del coche.
—Es un par de manzanas más abajo; está aparcado justamente delante de donde he fondeado mi yate.
Tropezó con la mirada de Zoom, se sorprendió y luego inclinó la cabeza.
—¡Zoom! Ésta es realmente una sorpresa agradable. ¿Cómo está usted?
Zoom le estrechó la mano y presentó a Bowditch al teniente.
—Será mejor que suba —dijo Sylvester—. Esto es importante.
El hombre lo hizo, y Sidney Zoom maniobró el coche, dio marcha atrás, metió la primera y el vehículo resopló hacia delante como un potro impetuoso.
Recorrieron una manzana, doblaron por un pequeño pasaje abierto en una calle y llegaron a un sitio donde un sedán aparcado mostraba una luz brillante de la lamparita del techo.
—Allí está. Es espantoso.
Sylvester asintió con aire ausente.
Los espectáculos espantosos significaban poco para él. Había visto demasiados.
—¿Lo ha visto alguien más? —preguntó Sylvester.
—Sí. Había dos hombres de mi tripulación. Estaban conmigo cuando me acerqué. Volví a mandarlos al barco, porque temí que hubiese por aquí gente peligrosa y tengo cosas bastante valiosas en el yate.
Sylvester resopló.
—Desde luego son personajes peligrosos —dijo.
Zoom detuvo su coche detrás del sedán aparcado.
—Lo verán ustedes tendido en el suelo del coche, la cara hacia arriba, hacia la luz. Tiene una daga en el pecho, justamente aquí.
Y Bowditch indicó la solapa derecha de su chaqueta.
El teniente Sylvester saltó del coche, corrió sobre el pavimento con pies ávidos mientras los demás se apeaban, y se acercó al sedán. Apretó la cara contra la ventanilla, luego forcejeó inútilmente con la portezuela.
—¡Está cerrada con llave! —dijo Bowditch—. Ya lo probé yo.
Pero el teniente Sylvester los mantuvo a raya con vivo ademán.
—¡Quietos! No toquen los picaportes de esas portezuelas. Quiero recoger huellas. Se lo han llevado.
—¿Cómo? —exclamó Bowditch incrédulamente.
Luego dobló el cuello hacia delante, manteniendo las manos a la espalda, con cuidado de no tocar los picaportes de las puertas. Detrás de él, varios centímetros más alto, Zoom atisbo por encima de su hombro.
El sedán estaba vacío.

La luz del techo mostraba el interior con una claridad enfermiza que iba haciéndose ahora desvaída y amarillenta a medida que el alba rasgaba la noche. Había un charco rojo en la alfombrilla de la parte trasera del sedán, y eso era todo.
—¿Seguro que estaba aquí? —preguntó Sylvester con cierto escepticismo.
—Absolutamente seguro. Lo he tenido en mi yate con bastante frecuencia. Tenía que conocerlo cuando lo veo. Tenemos intereses en común. Una vez compramos una colección entre los dos. Excepto Philip Buntler, tal vez yo sea el único amigo íntimo que tenía en el mundo. Lo vi claramente, se lo aseguro. Y mis dos hombres lo reconocieron como el que había hecho cruceros con nosotros. Estaba tendido de espaldas, con la cabeza caída hacia atrás. Recibía todos los rayos de la luz del techo. No era posible equivocarse de cara. Era Harrison Stanwood, estoy seguro.
El teniente Sylvester asintió.
—Muy bien. Usted siga afirmando eso, y estoy seguro de que alguien va a pasarlo mal. Eso establece la existencia de un corpus delicti. ¿Está seguro de lo de la daga?
—Absolutamente seguro.
—¿Y de que estaba muerto?
—¡Uf, yo diría que sí! Tenía la cara toda gris, y los ojos, como cristales. ¡Su aspecto era espantoso! ¡Espantoso!
El policía asintió con gesto ceñudo.
—Muy bien. Ustedes quédense aquí. Yo voy a traer algunos expertos en huellas dactilares. Luego le apretaré las clavijas a alguien.
La policía se dedicó a su rutina. El coche fue sometido a la búsqueda de huellas dactilares. Se quitaron las cerraduras de las portezuelas. Se sometió a examen el charco rojo, para tener la seguridad de que se trataba de sangre humana.
Las huellas dactilares encontradas en los picaportes de las portezuelas resultaron ser las de Frank Bowditch, el propietario del yate. No había más huellas, sino algunas viejas estampadas por el mismo Harrison Stanwood.
Era el coche de Stanwood, sin género de dudas. Y el hombre que había cerrado aquellas portezuelas tras meter el cadáver, había tenido buen cuidado de borrar todas las huellas dactilares... a menos que aquel hombre hubiese sido Bowditch.
Pero, ¿qué le había ocurrido al cadáver después de ser visto en el coche aparcado? ¿Por qué el bolsillo de la chaqueta de la muchacha contenía un revólver del calibre treinta y ocho con dos cartuchos descargados, teniendo en cuenta que Stanwood parecía haber muerto a consecuencia de una puñalada?
Sidney Zoom se retiró a su propio yate y aparentemente perdió todo interés por el caso. Pero leía los periódicos, y de vez en cuando llamaba por teléfono a sus amigos en el departamento de policía.
La policía había encontrado una bala empotrada en la pared en casa de Stanwood. Esa bala había sido disparada por el arma que se encontró en el bolsillo de la muchacha. Sobre eso los expertos coincidían con absoluta seguridad. No obstante, la muchacha se negaba a hablar. Su silencio continuaba, a pesar de toda clase de amenazas. Por otra parte, no utilizaba ningún abogado, y parecía satisfecha con permanecer en la cárcel durante las investigaciones policiacas. El asunto estuvo en esa vía muerta durante una semana. Luego el cadáver de Harrison Stanwood se descubrió en su definitivo lugar de descanso.
Esta vez no fue cuestión de un cadáver que se volatilizase ante las narices de la policía.
Unos niños que jugaban ante un montón de basura vieron los pies de un hombre que salían bajo varias latas. Llamaron a sus padres. Los padres llamaron a la policía.
El cadáver estaba descompuesto, pero la identificación fue positiva.
Había una bala en el hombro izquierdo. También esa bala procedía del arma que se había encontrado en el bolsillo de la muchacha. Había una herida de puñal en el costado izquierdo del pecho, y esa herida de puñal sin duda había causado la muerte. La hoja había penetrado hasta el corazón.
Sidney Zoom leyó la noticia del macabro hallazgo e hizo varias inclinaciones de cabeza. De la manera en que asentiría un hombre que hubiese previsto cierto acontecimiento, cuando dicho acontecimiento hubiera ocurrido.
Zoom llamó por teléfono al teniente Sylvester.
—La joven Kroom hablará ahora. Me gustaría saber lo que dice —manifestó.
La voz que raspaba al otro lado del hilo estaba afilada de impaciencia.
-¿Cómo sabe usted que hablará ahora?
—Sólo es una conjetura.
—Pues ha conjeturado usted bien. Ha hecho su declaración y ha contratado a un abogado. Si podemos retenerla o no, lo desconozco.
—¿Qué ha declarado?
—Será mejor que venga usted aquí. Hay unas cuantas preguntas que me gustaría hacerle. Podría resultar que usted fuese el principal testigo de la acusación contra la muchacha.
Sidney Zoom sonrió ceñudamente.
—Podría ser —concedió, y colgó el auricular.
Durante años, Sidney Zoom y el capitán de policía Mahoney habían sido buenos amigos. Ambos se profesaban mutuo respeto, que es la base de toda amistad duradera.
Zoom se sintió sorprendido al encontrar que el capitán Mahoney le estaba esperando en el cuartel general cuando llegó para contestar las preguntas del teniente Sylvester.
Mahoney era un hombre bajito de mente amplia. Tenía una voz que raramente se elevaba por encima del tono conservador, y como norma no se preocupaba excesivamente de casos sueltos, sino que dedicaba su atención a problemas de carácter general.
Ahora se encontraba fumando un largo puro, con esas chupadas meditativas que caracterizan al pensador. Se estrecharon la mano.
—Siéntate, Sidney. Quería hablar contigo.
—La muchacha se está comportando de un modo raro. En realidad, siempre se ha comportado de una manera extraña —dijo el capitán de policía.
Zoom asintió.
—No hizo ninguna declaración ni requirió ningún tipo de defensa, hasta que se encontró el cadáver. Entonces solicitó los servicios de un abogado.
»He aquí su declaración, después de haber consultado con su abogado. No sé qué procederá de ella y que procederá de él.
»Ella afirma que estuvo en una fiesta en la que hubo mucho movimiento y un poco de ginebra, que volvió a su casa y fue a ver a su tío, que había luz en su despacho y que la puerta estaba cerrada con llave. Entró y halló la estancia en plena confusión, muy por el estilo de como la encontramos nosotros.
»Dice que se llenó de pánico, salió, cerró la puerta con llave y corrió a su habitación. Siempre tenía el revólver en el cajón de su tocador, y algo la impulsó a buscarlo. Lo encontró en su sitio, pero notó un olor a pólvora quemada y descubrió que se habían hecho dos disparos.
»A continuación se le ocurrió mirar en su joyero, y encontró el gran brillante que ella llama el Diamante de la Muerte. Parece que fue ella quien le puso ese nombre hablando con su tío. La muchacha es supersticiosa, o afirma que lo es, su abogado lo afirma por ella. Para un jurado, tanto da.
»Se imaginó que su tío había sido asesinado y que alguien tenía la intención de cargarle el crimen a ella. Así pues, empezó a buscar cualquier otra cosa que pudieran haber puesto en su habitación.
»En su precipitada búsqueda, puso todo patas arriba, luego metió los artículos comprometedores en un bolso de malla metálica y se dirigió al puerto para arrojarlos a la bahía. Dice que pensó que podían estar vigilándola y que no importaba el sitio donde escondiese las cosas que había encontrado. Pero si las tiraba a la bahía, sería imposible encontrarlas.
»Ahora bien, aquí es donde el caso se vuelve contra ella. El brillante pertenecía al hombre muerto. La bala del revólver de la muchacha se encontró en el cadáver del hombre, aunque no en un sitio que hubiese resultado fatal. Su Ford se halló aparcado a dos manzanas de donde tú la encontraste cuando estaba tratando de desembarazarse de aquellas cosas.
»El sedán de Harrison Stanwood estaba a media docena de manzanas de donde se encontraba el Ford de ella. En aquel coche se hallaba el cadáver; cerrado con llave, y las luces estaban encendidas. Posteriormente, el cadáver desapareció.
»La opinión pública está contra la muchacha. Las pruebas circunstanciales que hay contra ella indican un asesinato a sangre fría. Pero no podemos permitirnos el lujo de equivocarnos. No podemos permitirnos el lujo de que un caso de esta índole termine en sobreseimiento. Si ella es inocente, tenemos que saberlo ahora mismo.
El capitán Mahoney miró astutamente a Sidney Zoom.
Zoom encendió un cigarrillo, dio una larga chupada, tiró la cerilla con un movimiento impaciente de la muñeca y asintió con la cabeza.
—Lo es —dijo.
—¿Es qué?
—Inocente.
Sylvester resopló.
—¡Usted no sabe lo que dice!
—Cállese, Sylvester —ordenó el capitán Mahoney.
Los dos policías miraron a Zoom. La mirada de Sylvester era malhumoradamente hostil. La del capitán Mahoney era la de uno que aguarda pacientemente.
Sidney Zoom rompió por fin el silencio.
—¿Había quizás un corte en la parte derecha de la chaqueta de Stanwood cuando ustedes encontraron el cadáver?
El rostro del capitán Mahoney no cambió de expresión, pero la cara de Sylvester se contrajo por la sorpresa.
—Sí —respondió Sylvester.
Zoom frunció los labios pensativamente y miró la punta en ascua de su cigarrillo con juiciosa deliberación.
—¿Y bien? —dijo el capitán Mahoney.
Los labios de Sidney Zoom se torcieron en el espectro de una sonrisa.
—Ustedes no van a creer lo que les voy a decir —anunció.
—Adelante —invitó el capitán.
Sidney Zoom hizo una profunda inhalación, tragó el humo de su cigarrillo y lo exhaló por la nariz.
—El cadáver de Harrison Stanwood no estaba en el sedán cuando Bowditch llamó por teléfono —dijo. Sylvester rió ásperamente.
—Bowditch mintió, ¿eh? Quiere usted comprometerlo, ¿no?
La sonrisa de Zoom estaba llena de paciencia paternal.
—No. Bowditch creyó haber visto un cadáver. Pero en realidad no lo vio.
—¿Qué vio, Sidney? —preguntó el capitán Mahoney.
—Un pelele de cera.
—¿Un qué?
—Un maniquí de cera. El hombre que cometió ese asesinato quería estar seguro de que se le echaría la culpa a la muchacha. Si iba a haber algún impedimento en el asunto, no quería comprometerse.
»Lo había arreglado todo de tal forma que, o bien podía seguir adelante con el asesinato o renunciar a él. Si la muchacha iba a ser acusada, él seguiría adelante. De otro modo, renunciaría. Sabía bastante de leyes para estar enterado de que la policía necesitaba un corpus delicti para acusar a la muchacha. En este caso, eso significaba un cadáver.
»Ahora, he aquí mi teoría del caso.
»El hombre que quería eliminar a Stanwood lo asaltó, le aplicó éter o cloroformo a la nariz, luego lo sacó de la casa. Antes de hacer eso, le produjo una herida superficial con el revólver de la muchacha e hizo un disparo contra el maderaje del despacho. Luego colocó pistas en la habitación de la muchacha.
»La muchacha sospechó algo y trató de alejar aquellas pistas. Fue atrapada. Sin querer, ayudé al verdadero criminal colaborando en la búsqueda de las pistas de las que la muchacha había querido desembarazarse.
»Pero el criminal estaba jugando sobre seguro. Tenía un pelele de cera para ser utilizado como cadáver. Lo colocó donde pudiera ser visto e identificado. Después de haber sido identificado como cadáver, lo retiró. Luego aguardó. Si alguien hubiese sospechado de él o si la muchacha hubiese podido presentar una buena coartada, simplemente habría puesto en libertad a Stanwood. Y Stanwood nunca habría sabido que el verdadero criminal era el mismo que lo rescataba.
»Tal como reconstruyo el crimen, el hombre asaltó a Stanwood, lo tuvo inconsciente y lo conservó bajo el influjo de drogas hasta que estuvo seguro de que el crimen se le imputaría a la muchacha. Si hubiesen sospechado de él, habría dejado que Stanwood recuperase el conocimiento, luego lo habría rescatado de su prisión y ganado mucho mérito por resolver el misterio.
—Así se explica el corte en el lado derecho de la chaqueta. El modo como la figura estaba tumbada en el sedán dejaba más a la vista el lado derecho. El hombre que realizó la faena quería estar seguro de que se vería el puñal, por eso lo clavó en el lado que quedaba hacia arriba.
El capitán Mahoney sacudió la cabeza.
—No. Sidney, me temo que eso es demasiado improbable.
Zoom ni siquiera contestó. Sylvester rió ruidosamente.
—He oído cosas disparatadas en mi vida —dijo—. Pero esto es lo más disparatado que he oído jamás.
Sidney Zoom fumaba plácidamente mientras guardaba silencio. Al cabo de unos instantes, el capitán Mahoney le disparó una serie de rápidas preguntas.
—¿Qué te ha hecho pensar en esa solución, Sidney?
—Varias cosas. Un verdadero cadáver no podría haber sido manejado con tanta facilidad. Es algo más que una pura coincidencia el hecho de que el coche con el falso cadáver fuese aparcado en el sitio donde pudiera verlo el único hombre capaz de identificarlo con toda certeza.
—¿Por qué se te ha ocurrido esa idea de las drogas?
—Es muy fácil. El individuo narcotizó a Stanwood. Quería poner la base de un secuestro, por eso escribió una nota y la dejó a la vista de todo el mundo, diciendo que Stanwood sería drogado y secuestrado a menos que pagase determinado dinero por el rescate.
—¿Sabes quién es ese hombre?
—No.
—¿Tienes alguna sospecha?
—Sólo de tipo general.
—¿Podría haber sido cualquiera de los hombres que vivían en la casa y que gozaban de la confianza de Stanwood?
—Sí.
—¿Puedes probar la culpabilidad de ese hombre si tu teoría es correcta?
Zoom se encogió de hombros.
—Sólo induciéndolo a cometer otro asesinato.
—¿A quién asesinaría?
—A mí.
—¿A ti?
—No exactamente. Él utilizó un pelele para perpetrar su crimen. Yo utilizaría otro para atraparlo.
—¿Correrías algún peligro personal?
—Tal vez.
—¿Crees que podrías resolver el crimen?
—Sí.
—¿Qué necesitarías?
—Una vela de color castaño y un microscopio —respondió Zoom—. También ser alojado en la casa de Stanwood como detective científico de la policía para aclarar el asunto.
La risa cordial de Sylvester sonó como un pesado trueno.
—¡De todas las disparatadas teorías, ésta es la mejor que he oído! —rugió—. Y todo lo que usted necesita es una vela y un microscopio. ¡Por Júpiter, Zoom, es usted genial! Se ha hecho tan romántico, que el cerebro se le ha reblandecido. Tratando de proteger a una maldita embustera, una asesina que...
El capitán Mahoney levantó la mano.
—Teniente —dijo—, haga el favor de ocuparse de que Sidney Zoom tenga todo lo que necesita para aclarar este crimen.
Saludó a Zoom con una inclinación de cabeza y salió del despacho con toda naturalidad.
La risa de Sylvester se le estranguló en la garganta.
—¡Demonios! —dijo.

Sidney Zoom fue debidamente presentado como detective científico que trabajaba en el caso del asesinato de Stanwood. Le habían dado una habitación en la casa del hombre asesinado y se dedicaba a inspeccionar los corredores con una cinta métrica y una lupa. De vez en cuando recogía motas de polvo y ostensiblemente las examinaba con el microscopio binocular que le habían proporcionado en el departamento de policía.
Los ocupantes de la casa lo miraban con diferentes expresiones.
Charles Wetler, el secretario, se mostraba nerviosamente alerta ante el movimiento más simple del detective. El criado japonés, Hashinto Shinahara, se comportaba con untuosa deferencia. Pero, por detrás de toda aquella deferencia, había una sutil impresión de íntimo regocijo.
Oscar Rabb procuraba ansiosamente ganarse el favor del detective de rostro ceñudo. Philip Buntler caminaba de un lado para otro como un sonámbulo, con los ojos en el vacío y la cabeza gacha. Parecía profundamente preocupado, pero de vez en cuando sus ojos perdían su expresión soñadora y miraban a Sidney Zoom con aguda intensidad.
Éste permaneció trabajando toda una tarde. Luego se retiró a su dormitorio. Aquella habitación se encontraba al extremo del corredor; era muy independiente.
Se puso a leer un libro y consultaba su reloj de vez en cuando. Uno a uno, pudo oír cómo los demás miembros de la casa subían la escalera y se retiraban a sus habitaciones.
Zoom aguardó.
A las doce y media en punto de la noche, Zoom abrió la puerta de su habitación, agarró una navaja y la vela de color castaño. Empezó a raspar la vela dejando caer las virutas sobre el suelo encerado del comedor. Recorrió el corredor a todo lo largo, rociando las virutas de cera.
Luego volvió a su habitación y empuñó un pesado revólver. Apagó la luz y abrió la ventana.
Apuntó el revólver a través de la ventana abierta y disparó tres veces, a intervalos. Los disparos desgarraron el silencio nocturno con un rugido. A continuación, Sidney Zoom se tendió en el suelo esparrancado, extendidos los brazos y las piernas, colocó el revólver en el suelo y cerró los ojos.
Había cerrado la puerta con llave, y cuando una mano probó el picaporte y halló que estaba echada la llave, Sidney Zoom sonrió para sí en la oscuridad de la habitación.
Hubo un martilleo en los paneles, esta vez ya no eran llamadas, luego el sonido de un peso cargando contra la puerta.
Zoom comprendió que todos los que vivían en la casa se hallaban ahora reunidos. Finalmente, los pesos combinados de los cuerpos asaltantes lograron abrir la puerta con un crujido. La luz del corredor se derramó sobre la forma de Sidney Zoom.
—Asesinado —dijo una voz fría que Zoom reconoció como perteneciente a Philip Buntler.
—¡Suicidio, Dios mío! —exclamó Charles Wetler.
—Oh, es horrible —masculló Oscar Rabb.
Hashinto Shinahara no dijo nada, pero se movió hacia delante con rapidez felina y extendió una mano.
Sidney Zoom se sentó y lanzó una sonrisa burlona a los sorprendidos rostros de su auditorio.
—Sólo una pequeña prueba que les he preparado —dijo.
Todos retrocedieron.
—Pues es una prueba de muy mal gusto —disparó Wetler irritadamente.
Oscar Rabb se agitó:
—Me será imposible dormir —dijo.
Hashinto Shinahara sonrió hasta que sus blancos dientes se mostraron en un círculo deslumbrante.
—¡Muy inteligente! —exclamó.
Philip Buntler miraba bastante mohíno el suelo, luego dijo:
—Bastante inteligente. Me alegro de poderle ser de alguna utilidad, señor Zoom. Indudablemente, despertar a unas personas en medio de la noche, haciéndoles descubrir lo que ellos creen que es el cadáver de un hombre asesinado, y vigilar sus reacciones, es una valiosa prueba psicológica.
»Si alguno de nosotros, por ejemplo, hubiese estado envuelto en el asesinato de mi querido amigo Harrison Stanwood, no tengo ninguna duda de que un experto psicólogo detectaría algo en la forma o aspecto en el que irrumpimos en la habitación, algo que sería como una confesión de culpabilidad.
Y lanzó una mirada resplandeciente en torno a los perplejos rostros de los demás.
—¿Y es usted un experto psicólogo, señor Zoom?
Sidney Zoom, repentinamente con ojos endurecidos, asintió con la cabeza.
—Lo soy —reconoció—, y ahora tengo que rogarles que se retiren a sus habitaciones, caballeros.
Se retiraron mascullando.
Zoom se tendió en una tumbona, agarró su libro, encendió un cigarro y fumó tan plácidamente como si no hubiera ocurrido nada anormal.
Cuando hubo transcurrido una hora, cogió un microscopio, unos cuantos portaobjetos y algunas cerillas, y empezó a hacer la ronda de la casa. Primero fue al dormitorio de Philip Buntler. Dio unos golpecitos a la puerta, oyó un rumor rápido de movimiento en la habitación, el crujido de una cama y el roce luego en el suelo de unos pies calzados con zapatillas.
Los ojos de Buntler se clavaron en Zoom.
—Usted de nuevo, ¿eh? Parece que está resuelto a no dejarnos dormir.
Zoom asintió.
—Lo siento. Mientras tanto, me temo que tendré que molestarle a usted unos momentos.
Entró en la habitación y se sentó, después de depositar el microscopio encima de la mesa.
—¿Le importaría quitarse las zapatillas y meterse de nuevo en la cama? —preguntó.
Buntler se quitó las zapatillas y se tendió bajo las sábanas.
—Confieso —dijo sarcásticamente— que soy incapaz de seguir su razonamiento.
Zoom asintió con naturalidad.
—Apenas me he imaginado que pudiera hacerlo —comentó, y agarró un par de zapatos al mismo tiempo que las zapatillas.
Sacó una navaja de larga hoja y empezó a raspar zapatos y zapatillas, escarbando cuidadosamente todos los rincones y grietas de cuero y de la suela, dejando caer las raspaduras sobre un plato de cristal. Cuando las hubo reunido, las colocó en un portaobjetos deslizante y las puso bajo el microscopio.
Buntler lo miraba con interés.
—¡Hum! —dijo Zoom por fin, desconcertado.
—¿Qué pasa? —preguntó Buntler, intrigado.
—Algo raro que hay en su calzado —comentó Zoom.
Los descalzos pies de Buntler se batieron en el suelo.
—¿Le importa que mire? —preguntó.
Zoom se apartó del microscopio. Buntler miró a través de las lentes.
—Pequeños grumos de suciedad y... ah, sí, ¿se refiere a esas escamas aplastadas y transparentes?
—Sí.
—Hum —masculló Buntler para sí mismo. Por último, alzó la cabeza y se encogió de hombros—. ¿Qué sentido tiene todo esto? —preguntó.
Zoom retiró el portaobjetos del microscopio y encendió una cerilla. Mantuvo el portaobjetos encima de la llama de la cerilla durante unos segundos. Luego sacó un pañuelo y borró lo negro de los sitios donde había tocado la llama y deslizó de nuevo el portaobjetos bajo el microscopio.
Lo miró; luego soltó una risita.
—Mire —dijo.
Buntler miró.
—Se ha derretido —comentó—. Evidentemente se trata de una cera o una parafina coloreada.
Zoom asintió, se sacó un tubo del bolsillo y depositó en él el contenido del portaobjetos.
—Haga el favor de permanecer en su habitación —dijo, y salió al vestíbulo.
Se dirigió inmediatamente a la habitación de Oscar Rabb y llamó a la puerta.
Rabb no estaba en la cama, sino sentado en una mecedora. Zoom lo oyó levantarse, escuchó el chasquido del pestillo. La puerta se entreabrió muy poco.
Rabb estaba mirando, con la cara blanca y una revista en las manos.
—¡Otra vez usted! —exclamó.
—Sí —respondió Zoom, y entró en la habitación.
Una vez más sacó su navaja, raspó las suelas de zapatillas y zapatos, y juntó las raspaduras sobre el portaobjetos. De nuevo, llamó al ocupante de la habitación para que mirase por las lentes del microscopio las extrañas escamas de material transparente que estaban mezcladas con las partículas de suciedad.
Rabb se mostró tan perplejo sobre la naturaleza de aquéllas como le había pasado a Buntler, hasta que Zoom aplicó la llama de la cerilla e invitó a Rabb a mirar de nuevo a través de las lentes.
—¡Hum! —dijo Rabb—. Parece como un poco de cera de una vela.
Zoom asintió, guardó las raspaduras en un tubo de cristal, recogió el microscopio y le ordenó a Rabb que no saliese de su habitación.
Seguidamente entró en el dormitorio de Wetler y repitió idéntico proceso.
Wetler estaba acostado. A la primera llamada de Zoom había respondido un suave ronquido audible a través de los paneles de la puerta. Se precisaron tres llamadas para conseguir que Wetler se levantara.
Miró las escamas que Zoom encontró entre las raspaduras y se encogió de hombros. Después que las escamas fueron sometidas al calor, las examinó de nuevo.
—¡Se han derretido! —exclamó después de haber tenido los ojos pegados al microscopio.
—Sí —confirmó, Zoom—, se han derretido.
Wetler masculló una exclamación de perplejidad. Tenía la frente fruncida y una expresión de ensimismamiento.
—¿Cómo puede ser? —preguntó.
Sidney Zoom metió las raspaduras en un tubito numerado.
—No lo sé. Tendré que hacer otras pruebas —dijo—. Haga el favor de permanecer en su habitación.
Acto seguido se internó en el corredor, bajó la escalera y llamó a la puerta de la habitación de Hashinto Shinahara.
De un salto, el criado japonés se plantó en la puerta, ágil como un gato. Abrió la puerta de par en par, se quedó a la entrada medio acurrucado, con los ojos entornados en brillantes rajas y las manos curvadas como garras.
Sidney Zoom explicó el motivo de su visita.
El rostro del japonés se dilató en una sonrisa.
—Entre, entre —dijo.
Sidney Zoom hizo las mismas pruebas, recogió las sustancias como escamas y dejó que el criado las viese tanto antes como después de haberles aplicado la llama de la cerilla.
Pero Hashinto Shinahara no hizo ningún tipo de comentario. Aspiró el aire como si lo chupase, y el sonido se hizo claramente audible al pasarle entre los dientes. No obstante, la sonrisa permanecía en sus labios. Sus ojos eran profundamente inescrutables.
Sidney Zoom depositó las raspaduras en un tubo de cristal, enroscó el tapón y ordenó al japonés que permaneciese en su dormitorio.
Luego fue corredor abajo hacia el teléfono.
Eran exactamente las dos de la madrugada, y había dejado instrucciones para que el teniente Sylvester aguardase una llamada suya precisamente a esa hora. Zoom no hizo ningún esfuerzo por bajar el volumen de la voz.
—Estoy sobre la pista de algo muy interesante en este caso, teniente —dijo.
Hubo un momento de silencio, a continuación una pregunta raspó al otro extremo del hilo.
Zoom la contestó explayándose.
—En primer lugar —dijo—, la teoría básica de ese departamento de policía ha sido errónea. La teoría se fundamentaba en el hecho de que la sobrina dejó el testamento bien a la vista porque estaba ansiosa de que se descubriera, ya que heredaba la mitad de la propiedad.
»A decir verdad, puesto que la sobrina era la única pariente, habría heredado todo, a no ser por el testamento. Por tanto, a ella le interesaba que el testamento fuese destruido.
»Hay otra cosa que debe recordarse. El cadáver de Harrison Stanwood fue encontrado en un coche por un propietario de yate que era uno de los pocos amigos íntimos que tenía Stanwood. Aquel coche estaba aparcado en un sitio donde el propietario del yate no tendría más remedio que verlo cuando regresase de su crucero. Y la situación de la marea imponía la hora de su regreso, por lo que uno que conociera las costumbres náuticas podría haber llegado con bastante exactitud a determinar el momento justo en que Bowditch pasaría junto al sedán. Ahora fíjese en el hecho de que el cadáver estaba tendido en una posición que lo hacía fácilmente identificable. Que el puñal estaba en el lado derecho. Que, cuando Bowditch fue a telefonear a la policía, el cadáver fue retirado. Que, cuando se descubrió el cadáver, había un corte en la chaqueta en el lado derecho, como si allí se hubiese clavado un puñal, pero no había ninguna marca correspondiente al cadáver.
»Fíjese también en que la muchacha estuvo encerrada bajo llave cuando retiraron el cadáver. Para ella era físicamente imposible haberlo hecho. Estaba en la cárcel. Fíjese también en que las puertas del sedán estaban cerradas con llave y que la luz del techo estaba encendida y que el cadáver estaba colocado de forma que los rayos de la luz del techo cayesen sobre la cara.
»Estos detalles constituyen las circunstancias determinantes en la solución que he elaborado. Pero cierto descubrimiento que he hecho, ha rematado el caso.
»Voy al sitio donde se descubrió el cadáver, el montón de basuras donde ustedes lo hallaron. Creo que podré enseñarle algo interesante. Iré inmediatamente. Está más cerca de aquí que del cuartel general, por lo que le espero allí. Aparcaré el coche junto al bordillo de la acera y dejaré encendida la luz del techo para que pueda reconocerme. Hasta ahora.
Y Sidney Zoom colgó el auricular, salió por la puerta trasera de la casa y entró en el garaje, donde le esperaban el cupé y su perro policía.
El perro movió el rabo a modo de saludo.
Zoom entró en el coche, abrió las puertas del garaje, puso en marcha el motor y se adentró en la noche.
Condujo directamente hasta el sector donde había estado el montón de basuras, una hondonada pantanosa rodeada de casitas sueltas baratas y orlada con matas de maleza.
Sidney Zoom abrió el portaequipajes y sacó una figura de paja. Colocó esta figura contra el volante, le encasquetó el sombrero, encendió la luz del techo y caminó a paso rápido acera abajo hasta ponerse a la sombra de un montón de maleza. El perro policía trotaba a su lado.
El silencio de la noche los envolvía.
Muy a lo lejos estaba el soñoliento retumbo de la ciudad dormida, por donde pesados camiones o retrasados coches de pasajeros se abrían camino entre los bulevares principales. Una vez se oyó el gemido de un motor que venía a gran velocidad, pero aquel sonido se extinguió bruscamente.
Pasaron los minutos.
Sidney Zoom bostezó. El perro flexionó los músculos y movió el rabo.
Se oyó el lamento distante de una sirena.
Algún sonido, inaudible para los oídos humanos, hizo que el perro se inmovilizase en rígida atención. Las orejas se le irguieron hacia delante. Se agazapó, con los músculos tan tensos como los cables de acero.
—Preparado, Rip —advirtió Sidney Zoom en un susurro.
Un bajo gruñido de aviso salió del perro, y cesó cuando la mano de Zoom le apretó la cabeza.
Inmóviles, tensos, los dos aguardaban, perro y amo.
¡Bang!
La oscuridad escupió llamas. Hubo un chasquido de cristales.
Era un disparo de rifle, y la aguda llamarada había venido de unos cincuenta metros al otro lado del montón de basuras, de entre un denso espesor de maleza.
¡Bang!
Un segundo disparo, hecho con lenta deliberación.
Tintineó el cristal, y una ventanilla del cupé se derrumbó.
Un gran cuadrado de cristal cayó a la acera.
¡Bang!
El tercer disparo dio de lleno en la bala de paja, derribándola sobre el asiento del cupé. Sidney Zoom apartó la mano del cuello del perro policía.
—Está bien, Rip —dijo.
El perro se internó en la oscuridad como una raya de sombra, con el estómago pegado a tierra.
¡Bang!, sonó el rifle.
Una sirena gimió.
Zoom ahora estaba corriendo, sus ojos de halcón penetraban en la oscuridad lo suficiente como para mostrarle los obstáculos que tenía que evitar. Pero el perro iba muy por delante, corriendo con acolchados pies que no hacían ningún ruido, guiados con ojos tan acostumbrados a la oscuridad como los de un lobo.
Zoom oyó surgir de la oscuridad un sonido gutural.
Un hombre gritó.
Se produjo un sordo impacto de carne contra carne, y se oyó como un cuerpo caía a tierra.
La sirena gemía ya muy cerca. Un coche de la policía, con su luz roja ardiendo como un ascua de fuego, dio la vuelta a la esquina.
¡Bang!, hizo el rifle como último disparo, un disparo que podía haber sido el resultado de un rifle cargado que cae a tierra.
Zoom corrió hacia aquel disparo, sus largas piernas cubrieron la distancia rápidamente.
—Listo, Rip —advirtió.
El coche de la policía frenó, y las ruedas chillaron sobre el pavimento. La luz de identificación lanzaba sus haces rojizos sobre el sector, mostrando una figura acurrucada en el suelo y la forma de un perro policía agazapado a su vera.
Sidney Zoom gritó y entró en el círculo iluminado, ondeando las manos.
La portezuela del coche de la policía se abrió ruidosamente cuando dos figuras saltaron hacia el sitio donde la figura quieta yacía en el suelo, Zoom fue el primero en llegar.
Un segundo más tarde, el teniente Sylvester, acompañado por el capitán Mahoney, sacaba la linterna del bolsillo y bajaba el brillante rayo hasta aquel que yacía tendido en tierra.
—¡Wetler! —exclamó Mahoney.
—Wetler —dijo Zoom.
Mahoney se arrodilló junto al hombre.
—¿Mató usted a Stanwood? —le preguntó el capitán Mahoney—. Está usted muriéndose. Será mejor que diga la verdad.
Wetler asintió, gruñó.
—¿Por qué lo hizo? —preguntó Mahoney.
—Necesitaba dinero... el del testamento. ¡Maldita pobreza...! El perro me derribó, me caí, y luego se disparó el rifle...
—¿Por qué utilizó una figura de cera?
—Tenía miedo de que la policía... pudiese seguir la pista del coche en que lo secuestré... quería asegurarme de que echarían la culpa a la muchacha... la odiaba... engreída... orgullosa...
La figura se agitó y se quedó quieta.
El capitán Mahoney se puso en pie.
—Esto parece ser el final de todo —dijo—. Supongo que tu llamada a Sylvester la hiciste con el propósito de que te oyera Wetler, ¿no?
Zoom asintió:
—Utilicé la cera de la vela para una especie de interrogatorio de tercer grado. Me imaginaba que el asesino se alarmaría cuando viese que había cera, como la del pelele, en su zapato o zapatilla. Nunca se le ocurriría pensar que yo había sembrado cera para que la pisara, sino que creería que había dado con la solución del crimen y sospechaba de él.
»Naturalmente, escucharía mi conversación telefónica, luego me seguiría, esperando tener oportunidad de matarme antes de que yo pudiese decir lo que había descubierto. Así pues, dejé un pelele para que disparase contra él y confié en el perro para reducirlo. No me había figurado que el hombre iba a resultar muerto. Pero es una ventaja. Le ha ahorrado un trabajo al verdugo. Francamente, me alegro de que haya pasado así.
El capitán Mahoney suspiró y se quedó mirando a Zoom con curiosidad.
—Una máquina razonadora —comentó—, desprovista de compasión.
—¡Compasión, bah! Eso es lo malo de la actitud del mundo hacia el criminal. ¡Compasión! He aquí un hombre que planeó un asesinato, lo planeó para cargar con él a una joven inocente, ¡y hablas de compasión!
—La verdad es que no es usted lo bastante fuerte para sentir piedad —comentó el teniente Sylvester.
Sidney Zoom alzó sus rasgos fuertes y duros.
—No —dijo con un tono que era casi soñador—, yo simplemente veo la piedad desde un punto de vista más amplio. Por ejemplo, desde el punto de vista de una joven inocente acusada de asesinato. Y quizá veo un poco más en esto de lo que ve usted.
—¿Como qué? —preguntó el teniente Sylvester.
—Como la justicia divina, por ejemplo —dijo Sidney Zoom, y giró sobre sus talones—. Vamos, Rip —llamó al perro—. Nuestro trabajo aquí ha terminado.
Y seguido por los acolchados pies del pardo perro policía, desapareció entre las frías sombras de la noche caminando con aquel felino aplomo suyo.

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